domingo, 21 de enero de 2018

“Neurociencia y el Problema de la Neuroética”

Por: Pedro M. Fernández

El interés por comprender el cerebro empieza (por lo menos en occidente) hacia el siglo V a.E.C. con los aportes que van desde Alcmeón de Crotona (quien deducirá que el cerebro es el órgano central de las sensaciones) hasta Galeno. Luego de éste último, dichos estudios se detendrán por alrededor de 1600 años. Y no será sino hasta el siglo XVI cuando se retoman los estudios sobre el cerebro, con Vesalio, los cuales continuarán indetenidamente (con sus altas y bajas) hasta la actualidad.

Ahora bien, luego de la Ilustración, durante todo el siglo XIX, los estudios del cerebro van a ser abordados desde una visión naturalista aún dentro de la psicología y la psiquiatría (por ejemplo la psicobiología y la psicofísica), la cual va a decaer durante la primera mitad del siglo XX por la gran influencia de las corrientes psicodinámicas y conductistas. Ya que la primera llegó a rechazar la base biológica de la mente, mientras que la segunda (sobre todo con Skinner) rechazó la existencia de procesos mentales (Kandel, 1998).

Entonces, ¿cómo llegamos al auge actual de los estudios sobre el cerebro? Para ello deberíamos explicar un conjunto de factores que estuvieron involucrados. Sin embargo, vamos a centrarnos en algunos aspectos puntuales.

En el año 1962, Frank O. Schmitt estableció en el Massachusetts Institute of Technology (MIT) el Neurosciences Research Program (NRP), al que atrajo a científicos de muy diversas áreas, con el objetivo de explotar al máximo los abordajes clásicos de la fisiología y la conducta y combinarlos con la potencia técnica y conceptual de la física, la química y la biología molecular; para, de esta manera, realizar avances revolucionarios en la comprensión de la mente humana (Avendaño, 2002).

Para el año 1967, Stephen Kuffler crea el primer Departamento multidisciplinar de Neurociencia, en la Universidad de Harvard. Y en 1969, por iniciativa de un pequeño grupo de investigadores, encabezados por Ralph Gerard (quien introdujo el término Neurociencia, en singular), es creada la Society for Neuroscience (Jones, 2000).

Los tres eventos antes citados son los que dan origen a la Neurociencia moderna. Cabe resaltar, como señala Avendaño, que “antes de 1970 no se podían encontrar más de 6 revistas no clínicas de investigación del sistema nervioso. Hoy el Institute for Scientific Information de Filadelfia recoge 200 bajo el epígrafe de Neurociencias” (Avendaño, 2012, p.14).

Por otro lado, en contraste con aquel pequeño grupo de investigadores que en 1969 formaron la Society for Neuroscience, hoy la misma cuenta con alrededor de 40,000 investigadores, los cuales se reúnen cada dos años para presentar los avances de la Neurociencia. Nótese que sólo estamos hablando en el ámbito estadounidense.

Como se comprenderá, ante tal auge de la Neurociencia (sobre todo a partir de 1990, cuando se declara la “Era del Cerebro”), se hizo necesario contar con criterios éticos que pudieran trazar las normas que deben regir la investigación y la intervención en el cerebro. De esta manera nace la Neuroética.

Aunque la Neuroética inicia formalmente en el 2002, el primero en utilizar el término “neuroético” será R. E. Cranford, en 1989, para referirse al neurólogo como asesor ético (Garzon, 2011). Luego la profesora Patricia Churchland (en 1991) y el profesor A. Pontius (en 1993) abordan el tema de la ética en la neurociencia. La primera desde una perspectiva filosófica y el segundo abordando los aspectos neurofisiológicos y neuropsicológicos del desarrollo de los niños y la educación (Churchland, 1991; Pontius, 1993).

El nacimiento de la neuroética se sitúa en Mayo de 2002, en el contexto de un congreso titulado “Neuroética: esbozando un mapa del terreno”, realizado en San Francisco, y organizado por la Fundación Dana (Feito, 2013, p.81).

En lo adelante vamos a tener un desarrollo del campo de la Neuroética, por la importancia de la misma para la Neurociencia. Por ejemplo, en el año 2003, la Society of Neuroscience dedica una jornada completa al tema de la neuroética. Este tema se convertiría en recurrente en las demás conferencias de esta sociedad. (Illes, J., Bird, S.J. 2006).

En el año 2006 se celebró una reunión en Asilomar (California), allí se decidió crear la Neuroethics Society. El objetivo principal de esta sociedad fue promover el desarrollo y la aplicación responsable de la neurociencia a través de una investigación interdisciplinaria e internacional, de la educación y del compromiso social para el beneficio de todas las naciones, razas y culturas (Garzon, 2011).

Posteriormente se crea (en 2007), el primer centro dedicado al estudio de la neuroética, el National Core for Neuroethics, adscrito a la British Columbia University (Canadá). La misión de este centro fue analizar y estudiar las implicaciones éticas, legales, políticas y sociales de la investigación en Neurociencia. También se creó el Centro The Wellcome Center for Neuroethics, adscrito a la University of Oxford (en el 2009). El objetivo de este Centro es el estudio de los efectos que la neurociencia y las neurotecnologías tendrían en los diversos aspectos de la vida humana (Garzon, 2011).

También cabe mencionar la gran cantidad de literatura que se empezaron a generar en torno al tema de la Neuroética desde su inicio. Por ejemplo, en el 2008, la editorial Springer publica la Revista titulada Neuroethics, bajo la dirección del profesor Neil Levy. Además están los escritos de Gazzaniga (2006), Hauser (2008), Evens (2010), Cortina (2010), entre otros.

La Neuroética surge, en el citado congreso del año 2002, como una preocupación por las consecuencias de la aplicación de la Neurociencia. Por ello, para William Safire (director de la Dana Fundation) la neuroética se encarga del “examen de lo que es correcto o incorrecto, bueno o malo, acerca del tratamiento, perfeccionamiento, intervenciones o manipulaciones del cerebro humano” (Safire, 2002, p.3). Esta definición constituye una aproximación desde la Bioética.

En el año 2006, Illes y Bird articularon los cuatro grandes objetivos de la Neuroética: (1) Neurociencia del yo, del actuar y de la responsabilidad; (2) Neurociencia y políticas sociales; (3) Neurociencia en la práctica clínica; y (4) Neurociencia en el discurso público y en la formación (Illes, J.; Bird S. J., 2006).

El The Wellcome Center for Neuroethics, en su declaración de intenciones concreta cinco áreas de investigación: la mejora cognitiva; las fronteras de la conciencia y los daños neurales severos; la libertad, la responsabilidad y la adicción; la Neurociencia de la moralidad; y la Neuroética aplicada.

Ahora bien, como asevera Sánchez (2011), si leemos las publicaciones de los autores que han escrito sobre Neuroética en los diversos foros, observamos que para ellos, la tarea de la Neuroética consiste en buscar las bases cerebrales del comportamiento ético. Esas bases constituyen, en el fondo, una función adaptativa, resultante de la evolución, que permite reconocer normas de conducta personales y sociales que nos ayudan a sobrevivir y a prosperar.

Así observamos la doble naturaleza de la Neuroética, pues en su inicio se presenta como la “Ética de la Neurociencia”; pero, como vemos en este último párrafo, se apunta hacia una “Neurociencia de la Ética”. El caso es que esta última está centrada en encontrar las bases biológicas de una ética universal, lo cual presumiblemente permitiría explicar las diferencias éticas y si es posible, eliminarlas.

Desde aquí observamos como el reduccionismo biológico se presenta como el marco que encierra a la Neurociencia de la Ética. Y desde esta perspectiva los investigadores neurocientíficos han optado, con el paso del tiempo, no por el diálogo, sino por la unilateral explicación científica de los asuntos morales. Es decir que será la Neurociencia la que dará las claves para definir cómo entender la Ética.

Como explica Sánchez (2011), autores como Michael Gazzaniga, Francisco Mora, Marc Hauser y Neil Levy. En general, todos ellos se adhieren de una u otra manera al conocido paradigma evolucionista de Wilson, según el cual los seres humanos obedecemos a códigos de conducta sólidamente anclados en lo profundo de nuestro cerebro primitivo o paleolítico.

Aquí estamos ante un cambio en el abordaje del estudio neurocientífico del problema mente-cuerpo. Pues con el pretexto de la objetividad encontramos posiciones como la de Thomas Nagel, el cual propone la necesidad de un tipo de teoría radicalmente nuevo y diferente de las usadas en la física para explicar la relación entre la conducta, la conciencia y el cerebro: nuestro conocimiento actual sobre el problema mente-cuerpo sería de naturaleza empírica y correlacional, no causal y teórica (Negel, 1994).

Obviamente esto responde a un pretendido pragmatismo imperialista. Pues como la inversión se dirige hacia proyectos que puedan tener un impacto social, no importa mucho la relación causal o lo teórico. De manera que se prefiere quedarse en la lectura cerebral, relacionando la activación de un área con una conducta determinada. Pero, qué nos permite conocer esto del cerebro. Según Cortina (2011), sabemos más qué ocurre, y algo de cómo; pero no del todo cómo, ni mucho menos por qué.

Entonces, se pregunta Sánchez, ¿de dónde, pues, tanta seguridad en que la Neurociencia puede, o podrá, proporcionar respuestas claras a las cuestiones éticas? ¿De dónde, si no es desde la idea preconcebida de que la Ciencia experimental es la única forma segura y cierta de conocimiento? (Sánchez, 2011, p.13). En otras palabras, como sugiere Adela Cortina, esos investigadores no ven el dato específicamente ético. Por mucha información que nos suministren los conocimientos experimentales, nunca dejarán de ser una constatación de hechos; que, por lo demás, siempre necesitan una interpretación que no puede ser, a su vez, un puro hecho (Cortina, 2011). Pero la ética no habla de hechos, sino de la corrección o incorrección de hechos; no habla de ventajas biológicas ni de otro tipo, sino de si es bueno o malo buscar cierta ventaja en cierta situación.

El problemas es que vivimos en una sociedad con dos tendencias opuestas: “por un lado, la moderna que confía plena y ciegamente en la Ciencia experimental; y por otro lado, la posmoderna que, consciente de los peligros y fracasos teóricos de esa ciencia, propone un escepticismo teórico y una vuelta práctica al naturalismo” (Sánchez, 2011, p.16). En medio de esta situación es necesario acudir a un diálogo interdisciplinar entre la filosofía, la ciencia y la ética. Pero un diálogo interdisciplinar sólo es posible cuando quienes se proponen dialogar admiten la competencia del interlocutor. La dificultad está en que, como opina Sánchez (2011), cuando los defensores de la Neurociencia de la Ética abogan por el diálogo interdisciplinar, es difícil evitar la impresión de que su objetivo es, más bien, colonizar nuevos ámbitos del saber y de la vida social.

En fin, la Neuroética puede realizar (y está realizando) importantes aportes desde sus dos vertientes (la Ética de la Neurociencia y la Neurociencia de la Ética). Sin embargo, es necesario que veamos estos aportes desde una perspectiva crítica que nos permita dilucidar no sólo lo que está bien o mal en la aplicación de la Neurociencia, sino también evitar la explicación unilateral y reduccionista de todo lo concerniente a la moral o ética humana.


Referencias:

1.Avendaño, C. (2002) Neurociencia, neurología, y psiquiatría: Un encuentro inevitable. Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría, no.83, versión On-line ISSN 2340-2733.
2.Bunge, M. (1995) La filosofía es pertinente a la investigación científica del problema mente-cerebro. En: Mora, F. (Ed.), El Problema Cerebro-Mente, Alianza Editorial S.A.
3.Churchland, P. (1991) Our brains, ourselves: refections on neuroethical questions, en Bioscience and Society, Roy, D. Wynne,B. Old, R (eds), Wiley&Sons, New York.
4.Cortina, A. (2010) Neuroética, las bases cerebrales de una etica universal con relevancia politica?, Isegoría, Revista de filosofía moral y política, 42, 129-148.
5.Cranford, R. E. (1989) The neurologist as ethics consultant and as a member of institutional ethics committee. The neuroethicist, Neurologic Clinics, 7, 697-713.
6.Evens, K. (2010) Neuroética. Cuando la materia se despierta, Edit. Katz, Bueno Aires.
7.Finger, S. (1994) Origins of Neuroscience. A History of Explorations into Brain Function, New York, Oxford Univ. Press.
8.Garzón, F. (2011) La Neuroética, una nueva línea de investigación para la Bioética. Bioeditorial 20:6-9; ISSN 1657-4702.
9.Gazzaniga, M. (2006) El cerebro ético, Paidós, Barcelona.
10.Hauser, M. (2008) La mente moral. Cómo la naturaleza ha desarrollado nuestro sentido del bien y del mal. Paidós. Barcelona.
11.Illes, J., Bird, S.J. (2006) Neuroethics: a modern context for ethics in neuroscience, Trends of neuroscience, 29:511-517.
12.Jones, E. G. (2000) Neuroscience in the modern era, SfN Newsletter, 31:10-11.
13.Kandel, E. R. (1998) A new intellectual framework for psychiatry, American Journal of Psychiatry, 155:457-469.
14.Marcus, S.J. (ed) (2002) Neuroethics. Mapping the field. The Dana Press, New York.
15.Nagel, T. (1994) Consciousness and objective reality. En: Warner, R. y Szubka, T. (eds.), The Mind-Body Problem. A Guide to Current Debate, Oxford, Blackwell.
16.Pontius, A. (1993) Neuroethics vs neurophysiologically ans neuropsychologically uninformed influences in child-rearing, education, emerging hunter gatherers, and artificial intelligence models of the brain, Psychological Reports, 72:451-458
17.Safire, W. (2002) Visions for a new field of “neuroethics”, en Neuroethics. Mapping the field, Marcus, S.J. (ed) The Dana Press, New York, 3-9.
18.Sánchez-Migallón, S. (2011) La ambigüedad de la neuroética. Conferencia pronunciada en las Jornadas de Clausura del Master de Bioética. Universidad Católica San Antonio (Murcia).

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